miércoles, 28 de diciembre de 2011

Mi gran aventura en la búsqueda de la Verdad

Por la Hermana Matea Osswald
Traducido por Su Excelencia Reverendísima CRISTÓDULOS I
Obispo de la Metrópolis Ortodoxa Autónoma de las Américas e Islas Británicas

Infancia y adolescencia.
Nací en 1961 en una familia protestante en un pueblo del sur de Alemania. Vivíamos en una barriada que antes había sido una villa separada y más tarde fue integrada en una municipalidad. Solamente había una familia católica romana mientras que el resto de los habitantes eran protestantes. La única hija de esta familia, a quien quería mucho, estaba en mi aula en la escuela primaria y recuerdo todavía cómo me estaba estrictamente prohibido visitarle a su casa. En los años posteriores hubo una creciente tolerancia al respecto. A pesar de que la mayoría de la población era protestante, con el paso del tiempo la población “católica” fue creciendo y se fueron formando así otras comunidades católicas romanas en el pueblo.
Mis padres creían en Dios pero no practicaban su fe, no iban nunca a la iglesia los domingos, no orábamos -al menos no juntos o antes de los alimentos-, y el tema sobre “Dios” nunca se trataba en nuestro hogar. Pero sin embargo, en casa de mis abuelos vivía una diaconisa evangélica que había sido antes maestra de guardería. Fue como una luz para mí, porque cada vez que yo visitaba a mis abuelos buscaba la ocasión para desaparecerme y visitarle. Siempre me hablaba de Jesús, de sus milagros, de cómo en repetidas e incontables maneras Él la ayudaba, sobre el paraíso, el cielo y los ángeles...y luego oraba conmigo. ¡El tiempo con ella me parecía que volaba muy rápido!. Siempre me entristecía cuando escuchaba una voz que me decía: “¿Adónde andas nuevamente? Ven rápido”. Mis abuelos no veían con buenos ojos el que yo me quedase tanto tiempo con esa “tía piadosa”.
Una noche, tenía yo unos cuatro o cinco años, estaba acostada en mi cama pensando en cuán agotador sería para Papá Dios no tomarse un descanso ya que siempre está despierto preocupándose por las personas y cuidándoles para que nada malo les pase. Le hice varias sugerencias como, por ejemplo, si podía alternarse con Su Hijo o con los ángeles, y al final le dije que yo deseaba ayudarle mucho y que no me molestaría en lo absoluto quedarme también despierta de cuando en cuando siempre que fuera para ayudar a las personas. Por una parte estos pensamientos eran muy infantiles pero, por la otra, nunca los olvidé y en los años sucesivos ellos golpearían mi interior. Luego comenzó la escuela y me ocupé en otras cosas.
Claro está que nunca dudé de la existencia de Dios, pero Su existencia no tenía ninguna importancia para mí ni para mi vida. Era como si fueran dos cosas por separado que no tienen relación una con la otra. Toda mi adolescencia quedó marcada por el deseo de ser como los demás (algo en lo que nunca tuve éxito, ya que siempre era marginada debido a mi apariencia un tanto fea).
Hice todo lo que los demás hacían: fumar, ir a los bares nocturnos, fumar marihuana, escuchar música rock, etc. Entonces formé parte del grupo aunque, está de más decir, muchas veces me veía sentada sola en la esquina y nunca acoplaba con nadie por más que lo intentaba.

Cautivada por el divino amor

Cuando tenía 17 años se produjo un cambio significativo en mi vida. Siempre sentía un gran amor por la música. Tocaba algunos instrumentos y posteriormente deseé estudiar música. Alguien le dio a mi madre dos entradas para un concierto en la iglesia. Se interpretaría “La Pasión de San Mateo”, de Juan Sebastián Bach, que trata de la Pasión de Cristo según el evangelio de San Mateo en la Biblia. El concierto estaba programado para el Viernes Santo.
Como los protestantes no tienen ninguna liturgia divina, en particular para Semana Santa, es por eso que de ofrecen los llamados “conciertos religiosos”, para que todos asistan a ellos a manera de contemplación y paz interior. El concierto duró tres horas y media. Realmente no puedo explicar qué fue lo que pasó dentro de mí. El Santo Evangelio, en combinación con la música, tocó lo más profundo de mi ser y estremeció mi corazón (algo similar leí que sucedió en la vida del Padre Serafín Rose). Quedé tocada, impresionada y sobrecogida por el amor de Jesucristo que murió sacrificándose en la Cruz por nosotros y por nuestros pecados; amor que se volvió en ese momento una realidad para mí y me llenó totalmente. No sé por cuánto tiempo quedé llorando en la iglesia, pero lo que sí sé es que quería convertirme en respuesta a este amor y esto era muy claro dentro de mi corazón. Luego me preguntaba el por qué dije que “quería convertirme en respuesta a este amor” y no “yo quiero dar una respuesta a este amor”. En aquel momento no lo entendí pero parece que tenía su significado, porque desde aquel día mi vida cambió por completo. Al día siguiente compré una Biblia, colgué una cruz en mi habitación y, en vez de ir en las noches a los bares, me quedaba leyendo la Santa Biblia y orando. Posteriormente decidí comenzar a estudiar música eclesiástica pues pensaba que ya que Dios me había tocado de esa manera y me había dado un talento, yo debía ayudar a los demás a tener la misma experiencia. Me hice miembro del coro de la iglesia de nuestra ciudad y empecé un curso de música eclesiástica y a tomar clases de órgano. Así también mis amigos cambiaron, y los próximos tres años me dediqué por completo a la música de iglesia, a hacer nuevas amistades, a la Santa Biblia y además, a la escuela.

Protestantismo o la “iglesia” católica romana

Una amiga mía de vez en cuando tocaba el órgano en una iglesia “católica” de la comunidad en nuestra ciudad. Un sábado en la noche acordamos que yo la esperaría a la salida de su iglesia para salir juntas. Por error llegué una hora más temprano y entonces nos pusimos de acuerdo ella y yo en subir al balcón y mirar la misa “desde lo alto” en vez de esperarla fuera de la iglesia. De alguna manera era diferente a la liturgia que yo conocía de la iglesia evangélica pues era más solemne y eso me impresionó. Desde entonces no podía quedarme tranquila y quise descubrir qué era eso diferente que me sacudió. Por mucho tiempo visité la Santa Misa de los católicos en la iglesia católica romana los sábados en la noche mientras que los domingos en las mañanas asistía a la “iglesia” evangélica. La primera empezó a atraerme mucho más, ya que en la “iglesia” evangélica no veía la solemnidad; me parecía como un asunto de patrón humano que congregaba a las personas con un interés común y que se llama Dios. En la “iglesia” católica romana sentía como algo trascendental, algo superior que parecía unir a las personas, muy diferente a lo que ocurre en un club social o comunitario de meros intereses humanos comunes. En particular disfrutaba de la Santa Eucaristía como algo diferente a la santa comunión de la iglesia evangélica que nunca tuvo ningún significado para mí. Siempre hablaba con el sacerdote de la comunidad, quien sostenía puntos de vista sobre la actualidad. Como protestante, naturalmente tuve serios encontronazos con los Papistas, pero para el sacerdote esto no parecía ser problema alguno. O mejor dicho, esto era un problema pero él siempre lo resolvía a su manera, tal como había aprendido en las conferencias de un profesor universitario. Siempre decía el sacerdote: “El Papa está en Roma y nosotros acá. ¿Él qué sabe de nosotros? Mejor que se preocupe de la iglesia de Roma y nosotros acá de la nuestra”. (Esta forma de ver las cosas no era sino católica romana y empezó a propagarse en la década de los 80). Lo que me empujó a convertirme en católica romana fue la experiencia de lo trascendental y sobre todo la Eucaristía, es decir, el creer que -durante la misa- el pan y el vino son verdaderamente transformados en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, que todo esto era una realidad y no un mero simbolismo. Otra razón fue la liturgia misma, porque en la “iglesia” evangélica no hay liturgia con significado alguno, sino que solamente consiste en la lectura de la Santa Biblia, una larga predicación y muchos cantos, y una vez cada mes la llamada “santa comunión” después de la liturgia o servicio. Fue así como me convertí en católica romana en octubre de 1982.
Mirando hoy día la manera en que todo esto ocurrió, no puedo más que mover la cabeza porque yo estaba ciega. Habíamos decidido celebrar una “liturgia” en casa dentro de un ambiente familiar. La celebración no era en la iglesia sino en la sala de la casa del sacerdote.
Yo misma pude escoger la lectura del evangelio y, en vez de un sermón, juntos exponíamos nuestras impresiones correspondientes a las áreas de la Biblia que escogíamos mientras nos sentábamos en el sofá. Esto es lo que se llama Liturgia de la Palabra. Para celebrar la Eucaristía todos nos sentábamos juntos alrededor de la mesa del comedor, la que servía como santo altar. Aunque yo tenía que decir el Credo con el resto del grupo, nadie me obligaba a decir la siguiente confesión: “Yo creo y confieso todo lo que la Santa Iglesia Católica cree, enseña y declara” (De esto me dí cuenta cuando, 24 años más tarde, alguien me dijo que no podía abandonar nuestra iglesia así ya que había dicho esa confesión).
Así fue cómo me hice católica romana pero, ¿y ahora qué?. La música sacra jugaba un papel significativo en la iglesia evangélica pero en la católica romana era algo secundario. Además, la música sacra aquí no me parecía muy atractiva. Esta fue creada bajo rápidos procesos posteriores al Concilio Vaticano II, cuando se cambió la liturgia permitiéndosele celebrarse, de ahí en lo adelante, en las lenguas de cada país, de modo que no había tradición. Aparte de esto yo creía que debía, de alguna manera, involucrarme en alguna comunidad y, como siendo mujer no podía llegar a ser sacerdote, decidí estudiar teología y convertirme en una asistente de pastoral. Continué estudiando las Sagradas Escrituras y, por encima de cualquier otra cosa, quedé profundamente marcada por las parábolas dichas por Jesús. Siempre quedaba impresionada cuando Jesús le decía al joven rico: “Ve, vende todo lo que tienes y ven y sígueme” (Mat. 19, 21). A otro le dijo: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mat. 8, 22) o “ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios” (Luc. 9, 62). Estas palabras me impactarían y me afectarían. Quise hacer de mi fe una profesión y lo más importante en mi vida, pero ¿cómo?. ¿Debería marcharme de mi casa sin un céntimo, sin un abrigo, sin nada? ¿Marcharme simplemente así como dice la Biblia? Pero, ¿adónde?.

En busca de mi propio monasterio
Antes de iniciar mis estudios básicos tuve primeramente que tomar estudios propedéuticos (de preseminario) para aprender el Latín y el Griego bíblicos. Durante este período me ocurrió algo especial. Un día en la sala de espera de mi médico, mientras echaba un vistazo a un periódico, fijé la vista en un artículo sobre un monasterio benedictino que me interesó. Era esa, quizás, la respuesta a mis dudas acerca de mi existencia. Yo creía que los monasterios solamente existieron en la edad media porque, como dije antes, vivía en un área evengélica donde no existían. Al día siguiente llamé por teléfono para preguntar si podía visitarles. Su respuesta fue positiva y estuve muy contenta por varias semanas esperando las próximas festividades para pasarlas allí. Me impresionó mucho el silencio, los servicios de las horas, en las cuales las monjas se reunían cada tres horas en la iglesia, el trabajo manual y los repetidos ritmos de vida diarios en los que cada alma podía encontrar descanso. Pero aunque me gustaba todo eso, todavía había algo que me faltaba.
Aprendí que existían diferentes órdenes religiosas, cada una con reglas y carismas diferentes. Llegué a conocer a las monjas franciscanas, las carmelitas y algunas otras más. Me gustaba algo de cada órden pero siempre me faltaba algo más. ¿Qué cosa era? (la respuesta a esta pregunta la supe muchos años después). Sin embargo, al final me daba cuenta que en cada ocasión yo quería dedicar mi vida a Dios y llegar a ser una monja. En mis oraciones continuamente le preguntaba a Dios dónde era que Él me quería, en cuál de todas esas órdenes o comunidades religiosas. En mi búsqueda también tuve contacto con lo que se conoce como Movimiento de Renovación Carismática Católica.
Mas sin embargo nunca me sentí cómoda con eso. Todos podían cantar en “lenguas”, algunos hablar profecías, todo era muy emocionante pero aún así, una vez más, me sentía extraña. Desde luego, no podía demostrarlo, ya que eso significaría que no había sido iluminada por el Espíritu Santo y que había cerrado totalmente mi corazón a Él.
En aquel entonces también visité una de las nuevas comunidades de espiritualidad que había sido fundada a comienzos de los 80 y estaba formada por hombres y mujeres solteros que, luego de un largo tiempo de prueba (noviciado), tomaban juramento y prometían castidad, pobreza y obediencia. También en esas comunidades habían familias con niños donde las parejas prometían pobreza, obediencia y pureza matrimonial. Mirándolo de manera superficial, durante mi primera visita nada me motivó sino todo lo contrario. Un visitante preguntó durante la discusión de varios temas cuáles eran las condiciones para entrar a esa comunidad, a lo que el fundador o responsable de la misma replicó: “¿Condiciones?. Una y solamente una. El que quiera entrar aquí, tiene que dejar su “propia” vida en la puerta de entrada”. Así nada más.
En la tarde cuando regresé a mi casa quedé igual que como antes, sólo que esa frase no la borraría de mi mente.
Ese verano un buen amigo me invitó a que lo acompañara a un largo encuentro de nuevas comunidades de espiritualidad católicas diferentes en Francia. La diversidad, los cantos, los bailes tradicionales de Israel, los servicios de las horas y la adoración al Santísimo Sacramento en la tranquilidad, me impactaron tanto que al final creí que había encontrado mi destino. Quise unirme a esta comunidad y convertirme en monja. Regresé a Alemania y en el otoño presenté mis exámenes finales en el curso propedéutico de teología que había tomado y luego compré un boleto para Francia, con mis últimos 300 marcos que un amigo me había dado, con la intención de nunca más regresar. El hombre propone pero Dios es el que dispone. Luego de dos semanas me enteré que las casas de la comunidad permanecerían cerradas para los visitantes. ¡Qué terrible! Y ahora, ¿qué?. Sin dinero ni planes, ¿qué iba a hacer?. Pero gracias a Dios, a última hora hubo un cambio. Una de las casas de la comunidad se iba a quedar abierta, por el período de Navidad, ofreciendo un programa de ejercicios de espiritualidad. El dinero que tenía me era suficiente para esto pero una semana después me ví en las mismas condiciones. Sin embargo, una mujer que también había participado en el programa de ejercicios de espiritualidad me invitó a asistir a una peregrinación. Inmediatamente después de la misma, ella me dio algo de dinero y pagó mi boleto del tren para ir a lo que se conoce como Mutterhaus (el principal monasterio de la comunidad) en otro sitio de Francia. Allí me pasé otra semana más siempre con la esperanza de poder finalmente hablar con el fundador de la comunidad para que me dejara entrar a ella. Al concluir la misma, al fundador no le quedó muy claro que entrar a esta comunidad fuera lo que Dios había destinado para mí. En uno de los servicios de vísperas él puso sus manos sobre mi cabeza y después de orar por mí me reveló lo que había recibido: “Mis caminos no son tus caminos. Te mostraré otro camino que aún no puedes comprender. Pero pido de tí absoluta entrega”.
Con estas palabras, como es de suponer, me salí nuevamente. Y ahora ¿hacia dónde?. Estaba realmente desesperada, nadie me podía explicar estas palabras o darme una perspectiva. Mas yo solamente perseguía un objetivo: seguir a Jesús y dedicarle mi vida. Pero era terrible. Aparte de mi decepción, esta creó en mí una duda interna de si tal vez Dios no me quería o si yo era lo bastante estúpida como para hallar el lugar al que Él me había destinado. Nuevamente alguien se apiadó de mí y me dio algo de dinero para regresarme a casa. Había dejado mi casa para nunca regresarme a ella y unas semanas después me encontraba frente a la casa de mis padres sin anunciarme. (Antes de esto yo me había quedado por una semana en un monasterio en Francia para permanecer en silencio y aquietar mi alma. Había logrado lo primero, pero no lo segundo). Mis padres, naturalmente, se alegraron de que yo volviera pero yo estaba totalmente desorientada. Las siguientes dos semanas me las pasé viviendo, casi en su totalidad, recluída orando en mi habitación. Al mismo tiempo resonaban dentro de mí las palabras “El que desee entrar aquí tiene que dejar su “propia” vida en la puerta de entrada”. Se libraba una batalla campal dentro de mí. Por un lado nada me llamaba la atención de allí: la pobreza, extraños rostros barbudos con viejos hábitos, nada de electricidad ni agua potable, un servicio sanitario primitivo, nada de espacio privado y muchas otras cosas. Pero esas palabras no me dejaban en paz. Todo esto era básicamente lo que yo deseaba, lo que yo buscaba dentro de mí desde el momento de mi conversión, esta dedicación total a Cristo sin buscar nada para mí a cambio y dejando todo lo mundano.
Y bueno, decidí darme una oportunidad: llamar por teléfono (era viernes en la tarde) y preguntar si podía pasarme allí el fin de semana. Si la respuesta era negativa, entonces yo iba a cerrar ese capítulo y nunca lo volvería a abrir (por dentro lo deseaba). La respuesta fue positiva. Entonces todo estuvo bien. Al día siguiente fui allí y esta vez fue diferente. Las cosas exteriores no me causaron más repulsión y sostuve una larga conversación con el fundador relacionado con mi búsqueda interior en los meses anteriores. Me propuso que me quedara en la comunidad por cuatro meses para procurar, con calma y oración, pedirle a Dios por mi destino.
Después de tres semanas allí tuve la impresión que había hallado mi lugar. Por encima de todo amaba el silencio y la oración del corazón pero también aprendí a amar cada vez más la humildad y la sencillez de vida y no querer cambiarla por una más cómoda. También aquí experimenté una iglesia católica romana desde un ángulo totalmente diferente. Aunque me había hecho católica en una parroquia con orientación modernista, ahora me encontraba en una comunidad donde el amor y la obediencia al Papa estaban escritos con letras mayúsculas. Allí se seguía con celo y se dirigía la vida según lo que el Papa decía y hacía, y yo eso lo encontraba un tanto difícil a la misma vez que me sentía como una rebelde que participaba a regañadientes o totalmente vacilante. Muchos años tuvieron que pasar para que yo cambiara de actitud al respecto.
Al año comencé mi noviciado y al siguiente hice los primeros votos por tres años. Después vinieron los llamados votos temporales (por otros tres años) y luego los votos de dedicación entera de vida (perpetuos). Sin embargo, en aquel momento no me sentía en condiciones de dar los llamados votos perpetuos, porque estaba en una gran crisis interna y fluctuaba llena de incertidumbre. Pensé que todo esto no era más que un asalto interior, malos pensamientos, y sentimientos que uno no debe permitir, por lo que escapé de todo ese “caos interno” e hice los votos. Toda esa tormenta pasó pero no llegué a tener calma realmente, por lo que esto pudo haber sido sintomático de mi camino de vida. Como antes dije, me podían haber atraído muchas cosas de las diferentes órdenes y comunidades religiosas, aunque siempre sentía que me faltaba algo que en aquel momento no podía saber qué era. En esta comunidad, donde todo era muy refinado y aparentemente no faltaba nada, ni siquiera pude hallar aquí la verdadera calma interior, esa seguridad profunda e interior de haber llegado aquí a mi destino final. Esos pensamientos y el vago sentimiento de nostalgia que continuamente procedían de mi ser interior –creía yo- provenían del maligno y por tanto yo debía luchar espiritualmente contra ellos, razón por la cual no debía permitirlos en lo absoluto y bajo ninguna circunstancia. Pensaba que la verdadera paz y la seguridad de que alguien ha llegado a su destino final se podían hallar solamente en el cielo, y que en la vida todos se quedan “sobre la marcha” en un desasosiego interior y una silenciosa melancolía. Sin embargo, nunca pasó por mi mente el abandonar en algún momento esta comunidad. Con excepción de unas pocas crisis, que cualquiera que se decide a seguir este camino puede experimentar, yo estaba contenta y felíz allí. Amaba a mi padre espiritual, fundador de esta comunidad, y a mis hermanos y hermanas. También en ocasiones realicé orgullosamente las tareas que me encomendaban. No quiero que me malinterpreten: todavía hasta hoy no he sentido rencor hacia ellos, más bien respeto su buena voluntad, el celo, y el deseo tan grande de dedicarse totalmente, y aprendí tantas cosas con ellos que les estoy agradecida. Pero, a pesar de esto, me marché de la comunidad 21 años después. ¿Por qué?.
Mientras, en el principio, me orienté mucho hacia el modernismo, el desarrollo de todas las clases de teorías posibles en el seno de la Iglesia Católica Romana, las nuevas corrientes teológicas (justificadas por la teoría de que el Espíritu Santo nos guía continuamente de forma más profunda hacia la verdad), la falta de sacerdotes y de nuevas vocaciones a la vida monástica, me pusieron a reflexionar mucho más profundamente con el paso del tiempo. Ya que a la juventud no le gusta asistir a la iglesia, se debería ensayar con diferentes maneras de experiencias litúrgicas para atraerla al templo, por ejemplo, con música rock o disco durante la misa, usar mensajes de texto en los teléfonos para las intercesiones, misas a las que los jóvenes pudieran asistir yendo a la iglesia en patinetas o patines, y otras cosas similares. Tenía la impresión de que todo lo que fuera sagrado se estaba vendiendo y adaptando solamente para presentarlo a la gente de la manera más atractiva, y caí en un dilema cada vez más creciente. Por un lado, me estaba volviendo más conservadora de forma paulatina porque estaba convencida de que lo sagrado debía quedarse sagrado pero por el otro lado nuestra comunidad era ecuménica. Inspirada por el Papa Juan Pablo II, quien comenzó a orar con representantes de diferentes religiones, el diálogo con otras religiones también se acentuó en nuestra comunidad. Nos abrimos a otras denominaciones, otras religiones y corrientes espirituales –claro está, con la esperanza de ganarlos para la Iglesia Católica Romana. Y una manera de expresar esto fue a través de la música. Por ejemplo, cantábamos ciertos cantos que parecían mantras (oraciones) hindúes con la excepción de que mencionábamos el nombre “Jeschuah” para lograr una concentración y paz interior. Durante nuestras oraciones incorporábamos también elementos ortodoxos, por ejemplo, cantábamos los sábados por las noches algunas secciones de las vísperas ortodoxas en idioma alemán con melodías rusas y otros salmos ortodoxos. Una de mis principales responsabilidades en la comunidad era la liturgia.

El encuentro con la ortodoxia – mi camino a casa
En el 2005 la comunidad celebró 25 años de existencia. Aprovechando esta ocasión se le permitió a todos los miembros de la comunidad, que nunca habían visitado Jerusalén, ir allí en un viaje de peregrinación.
Llegamos a Jerusalén tres semanas antes de la Pascua ortodoxa. Como el diálogo era un elemento significativo en nuestra comunidad, participamos en las liturgias de las diferentes denominaciones. Fuimos a la iglesia armenia, a los coptos, a los franciscanos, a las monjas ortodoxas del monasterio ruso de Santa María Magdalena en el Monte de los Olivos y a la liturgia ortodoxa griega en la Iglesia de la Resurrección. La variedad de denominaciones en Jerusalén era impresionante y uno podía descubrir algo novedoso en todas partes. La primera liturgia ortodoxa griega que experimenté fue durante la Pascua en la Iglesia de la Resurrección, y esta fue la experiencia decisiva. Es difícil para mí describir lo que allí experimenté, sentía que me encontraba en el cielo o que el cielo había bajado a la tierra. En esa ocasión no conocía lo que era el Himno de los Querubines; cuando lo escuché por primera vez sentí un grado de concentración tan profundo y pensé que en ese momento los ángeles estaban cantando con las personas. (Luego me enteré que, en la época imperial, dos emisarios del zar de Rusia habían sentido lo mismo cuando experimentaron por primera vez la liturgia en Constantinopla). Mi experiencia más profunda fue la seguridad de un conocimiento interior. ¡AHORA HABÍA LLEGADO A CASA! Fue esta como una respuesta a mi desasosiego interior. Esto era lo que me faltaba, como dije antes, esta era esa experiencia interior. Para ese entonces yo no conocía mucho de la historia de la Iglesia, sobre el Filioque (la procedencia del Espíritu Santo), el cisma, etc.
En ese momento no podía, ni tampoco quería, discutirlo con el fundador de nuestra comunidad. Primero quería llegar a conocer más sobre la Iglesia Ortodoxa. Esto ocurrió en el comienzo, sólo durante la liturgia, pero ¿cómo llegar a lograrlo?. Después de la celebración de Pentecostés nos teníamos que regresar...y ¿luego, qué?.
Gracias a Dios, la Divina Providencia dirigió mis pasos. Como dije antes, mi responsabilidad era la liturgia. Así que en la fiesta del Espíritu Santo recibí, de parte del fundador de nuestra comunidad, la orden de quedarme con otra hermana por un año en Jerusalén y estudiar las diferentes liturgias. Tenía que moverme como las abejas para reunir la miel, es decir, cada domingo tenía que visitar una liturgia diferente, aprender los salmos, tomar notas y ver qué podíamos incorporar de todo esto a nuestra liturgia. Esto era una tarea hacia la unión de las iglesias. Así unas veces visitaba a los Armenios, otras veces a las monjas ortodoxas rusas en el Monte de los Olivos o a la liturgia ortodoxa griega en la Iglesia de la Resurrección. Aparte de todo esto, teníamos que celebrar una vez a la semana la Divina Liturgia según el rito ortodoxo con un sacerdote católico, con la intención de orar por la unión.
Durante este período del ciclo de liturgias, siempre esperaba por la siguiente liturgia griega. Gracias a Dios, en ese tiempo había un jóven diácono ortodoxo, guardián del Gólgota, que hablaba inglés muy bien y era muy accesible como persona, a quien le pude preguntar sobre la liturgia, aprender algunos salmos e intercambiar impresiones sobre las diferencias entre la Iglesia Ortodoxa y la católica romana. A él le debo muchísimo, de veras.
Contestaba a todas mis preguntas con infinita paciencia y, sobre todo, nunca trató de influir sobre mí, algo que me pareció muy significativo. Porque más tarde, en comparación con “mi” comunidad, ellos decían que fui influenciada por los Ortodoxos. Pero, sin embargo, fue todo lo contrario: fuí presionada por los católicos romanos, pues eran ellos quienes siempre trataban de convencerme que aquí estaba la plenitud de la verdad y que nadie podía discutir la superioridad del Papa, entre otras cosas. De parte de los Ortodoxos, solamente recibía información y respuestas a mis preguntas. Claro está que todos dirían estar seguros de que la Iglesia Ortodoxa es la verdadera Iglesia de Cristo, pero sin embargo, nadie me obligaba a hacerme ortodoxa.
Pasaron tres meses así, con las liturgias y el estudio e intercambio de impresiones. Fue un período hermoso e intenso pero también muy difícil, porque yo no podía dar a conocer que la atracción hacia la Ortodoxia crecía dentro de mí cada vez más, por el contrario, era seguro que me pedirían regresar de inmediato a Alemania.
Luego de esos tres meses, apareció otro problema. Nuestras visas habían caducado y teníamos que renovarlas o irnos a Alemania para luego regresar. Tuve miedo de lo segundo porque estaba segura que mi padre espiritual ya se había dado cuenta de que algo no iba bien conmigo. Un sacerdote ortodoxo que conocí me aconsejó ir a ver a un Obispo que probablemente me podría ayudar con el asunto de la visa. Fui a verle y me reuní con él, y le expliqué todo. También le dije sobre mi experiencia en esa liturgia de la Iglesia de la Resurrección durante la Pascua y que yo me cuestionaba una y otra vez si debía hacerme ortodoxa, ya que si regresaba a Alemania sería el fin para mí.
El Obispo me dio el sabio consejo de confesarle la verdad al padre espiritual de mi comunidad y pedirle que me liberara de la misma por un año con el propósito de leer, estudiar y continuar visitando la liturgia para llegar a conocer la belleza y profundidad de la Ortodoxia, pero también los errores y debilidades humanas para así poder tomar una sabia decisión después de transcurrido ese año. Me gustó ese consejo y le escribí una carta a mi padre espiritual para solicitarle la liberación. Le expuse claramente que no quería tomar una decisión basada en una primera impresión de amor y entusiasmo sino que necesitaba tiempo para el estudio y la investigación. Solicitud que me fue negada, como puede verse en el fragmento de su respuesta a mi carta: “...establecer el asunto de la conversión de alguien después de una residencia de 4 meses muestra más la falta de sus convicciones en las creencias católicas que en la propia dirección de Dios. No se puede aceptar, desde el punto de vista católico, la prueba de que la Iglesia Ortodoxa representa más la verdad de Dios que la propia Iglesia Católica”. Además de esto, ellos enfatizaban que al yo haber sido enviada con una misión a Jerusalén, por esta única razón yo no podía ser liberada para ponerme a investigar sola.

Un fragmento de mi carta de respuesta

¡Ya no puedo regresar!. Es por una razón de conciencia que yo debo y deseo colocarme frente a todos. Estos días atrás, con toda sinceridad, yo leí una y otra vez su carta y la estudié con oración y lo que me quedó bien claro fue que “ya estoy del otro lado”. Ahora ya no hay posibilidad de regresar, aunque esto no quiere decir que ya decidí cambiar mi fe....Deseo pedirle que me libere de la comunidad para poder estudiar el caso de mi posible conversión como laica. Respecto a la Ortodoxia, usted me escribió que “uno debe experimentar amor sin aprisionarlo”. Y yo no quiero aprisionarlo, sino rendirme a él por completo. Para mí la Ortodoxia es todo un mundo al cual quiero entrar completamente, si es verdadero. Mientras tanto, no me conviene dejar sin terminar ni el más pequeño de los cantos e insertarlos en el espíritu y la liturgia católica”.

En otra carta que me enviaron de respuesta se me ordenaba regresar inmediatamente a Alemania para aclarar la situación in situ. Básicamente yo no lo quería, porque tenía miedo de mi debilidad y que ellos pudieran influenciar nuevamente en mí y hacerme cambiar de opinión. Desafortunadamente no hubo posibilidad de renovar mi visa y en esa misma ocasión me enteré que mi director espiritual había reservado un vuelo a Jerusalén para ir a hablar conmigo en caso de que yo me rehusara volver a mi país. Así fue que yo regresé allí a “mi” comunidad y tuve muchas discusiones con mi director espiritual. Durante una de esas discusiones me mostró que, como católica, yo tenía que estudiar mi duda de si la Iglesia Ortodoxa es la verdadera Iglesia de Cristo y que no podía ser que yo estuviera del otro lado, es decir, que yo era ya Ortodoxa sino que más bien yo investigara desde ese lado si la Iglesia católica es la verdadera. Eso sería deshonesto de mi parte. Como católica yo debía investigar desde el lado católico. Eso me había convencido de alguna manera y, como mi director espiritual me había asegurado que a fines de año, cuando yo completara mi misión, podía investigar el caso sobre la Ortodoxia, volví a la obediencia y a su dirección espiritual. Aunque confieso que una hora después estaba de pie llorando y repitiendo una y otra vez “¡Ahora sí que lo he perdido todo!”, pero mi director espiritual me aseguraba que no era así, sino que yo debiera involucrarme con lo que antes ocupaba mi tiempo. Al volver a la regla de obediencia y dirección espiritual, tres semanas después me enviaron de vuelta a Jerusalén para continuar mi misión hasta el Pentecostés...Las primeras tres semanas marcharon bien; yo estaba decidida a proseguir mi misión y, por encima de todo, a investigar -como católica- el asunto de la Iglesia Ortodoxa después. Pero, sin embargo, mi corazón no retrocedió. Metafóricamente hablando, me sentía como si estuviera embarazada, con el bebé a punto de nacer, pero tuve que dejarlo a un lado ya que esto –desde el punto de vista religioso- me parecía como un aborto. ¡Si al menos tuviera permiso para poder leer o intercambiar impresiones!, mas todo esto me fue negado y lo único que se me permitió fue visitar la Liturgia ortodoxa una vez al mes. Unas semanas más tarde me había convertido internamente en una especie de ruina. Me sentaba llorando en el Gólgota y no sabía qué más hacer. Un monje ortodoxo me había dicho en una ocasión: “Sólo hazle caso a la voz de tu corazón”. Básicamente, ya mi corazón era ortodoxo.
Durante Navidad tuve que regresar a Alemania porque terminaba mi visa, y de nuevo me vi enfrentándome al mismo problema. Ya mi corazón estaba “del otro lado” pero en esta ocasión no quise mostrar mis sentimientos pues de lo contrario no había regreso a Jerusalén. Aun así, en una conversación que tuve con mi director espiritual le dije que ya estaba impaciente por investigar finalmente el tema de mi conversión. Él quedó sorprendido y dijo que tal vez era algo superfluo lo que yo sentía, que con el tiempo iba a desaparecer. Luego le anunció a la comunidad que yo todavía quería proseguir mis investigaciones sobre la ortodoxia.
Volví a Jerusalén. Fue un periodo terrible para mí, por dentro sentía como una zozobra y me vi en un dilema. Por un lado mi corazón y mi conciencia me decían que la plenitud de la verdad existe en la Iglesia Ortodoxa y que ella es la verdadera iglesia. Y eso no era solamente la primera experiencia: aquí lo que era santo se había mantenido santo, la liturgia era dirigida a Dios y no vendida a los hombres ni ofrecida a ellos como alternativa para poder hacerla más palpable a la gente, ella siempre fue la misma que nos enseñaron nuestros padres. La fe se mantenía tal y como fue entregada por los padres y definida por los primeros siete sínodos o concilios ecuménicos y no las continuas y nuevas doctrinas teológicas ni los experimentos litúrgicos. Aquí está la plenitud de la verdad y la única y auténtica Iglesia de Cristo. Esta certeza crecería cada vez más dentro de mí luego de muchas discusiones con el diácono y algunos otros monjes en mis visitas a la Divina Liturgia. Por otro lado, me sentía atada por la obediencia a no investigar esta cuestión en ese momento o a intercambiar opiniones con otros miembros de la Iglesia Ortodoxa. Entonces, ¿a quién debía acudir para esta necesidad interna?.
Y Dios me envió de nuevo una ayuda. Era un amigo católico romano, teólogo y diácono, de quien conocía su amor por la Ortodoxia. Cuando le manifesté mi lucha interior entre mi conciencia y mi obediencia espiritual, él me dijo: “Es un dogma de la iglesia católica romana el poner la conciencia personal por encima de la obediencia en asuntos de fe y de la Iglesia”.
Esto fue como mi liberación. ¡Ya tomaba mi decisión!. Al día siguiente fui a ver al Patriarca y le conté mi historia y le manifesté mi deseo de hacerme ortodoxa. Él tomó seriamente mi intención y me envió adonde un monje para que me diera catecismo. Esto ocurrió una semana antes del periodo de ayuno, justo un año después de mi llegada a Jerusalén.
En una posterior carta que escribí, le anunciaba mi decisión a mi director espiritual y a la comunidad. Naturalmente, ellos no aceptaron. Mi director espiritual inmediatamente me pidió que regresara a la obediencia total, ni que diera ningún otro paso, sino que a partir de ese momento evitara todo contacto y dejara el catecismo que había comenzado con los ortodoxos, hasta que él llegara a Jerusalén. Pero así y todo, mi decisión era rotunda y no quise volver a reconsiderarla. Escribí una carta final a mi director espiritual y entonces abandoné mi comunidad unos días después. En ese momento no tenía intención alguna de venir a enfrentarme a mi director espiritual ni tampoco veía futuro en una confrontación con él. La comunidad quería servir a la Oikoumene (todo el planeta) y tampoco preveía yo posibilidad alguna por la unión de las llamadas “iglesias hermanas”. O TAL VEZ ES MEJOR DECIR QUE ESTOY CONVENCIDA QUE PARA LA IGLESIA CATÓLICA ROMANA HAY UN SOLO CAMINO PARA LA UNIÓN, LA VÍA DE LA IGLESIA ORTODOXA. Todo lo demás constituye un esquema humano y artificial. ¡Qué liberador es para alguien participar en una liturgia ortodoxa y saber que esta no cambia y que no es como la misa católica, que teme lo que vendrá después. ¡A veces he pensado que incluso muchos ortodoxos no conocen cuánta riqueza espiritual y el tesoro que se les ha dado, cuán agradecidos debemos estar con Dios por ello y cuán responsables debemos ser en preservarlo!

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