viernes, 3 de marzo de 2017


LA LIBERTAD, UN DON PRECIADO



¿Qué es lo primero que usted siente y piensa cuando escucha la palabra libertad? Tal vez usted la asocia con la libertad nacional y la garantía de sus derechos como individuo. Tal vez da lugar al anhelo de estar libre de alguna preocupación o peso agotador. Podría ser el trabajo, una relación difícil, luchas financieras, problemas de salud, o cualquier otra restricción que le esté impidiendo disfrutar de la vida y luchar por sus sueños.
Hoy quiero recordarle que Yeshúa habló acerca de una clase de libertad más importante, la que pertenece al estado de nuestra alma y no está relacionada con las cosas externas de la vida. Él quiere liberarnos de cualquier esclavitud interna que nos impida convertirnos en las personas que quiso que fuéramos cuando nos creó. Esta libertad no se logra a través de la guerra o la revolución, sino por el conocimiento de la verdad. Él dijo: “Si ustedes obedecen mis enseñanzas, serán verdaderamente mis discípulos; y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres” (Juan 8, 31-32).
Permanecer en la Palabra de Dios implica que la obedezcamos. Que llene nuestra mente, moldee nuestras actitudes y emociones, que dirija nuestro comportamiento. Y el resultado es la libertad del pecado y de los engaños del maligno, que podrían cautivarnos. Vivimos en una sociedad que continuamente nos alimenta de mentiras acerca de Dios y de nosotros mismos. Satanás es el maestro del engaño, su meta es atraparnos en el pecado para que terminemos siendo inútiles para los propósitos de Dios. Cuando conocemos y obedecemos las Sagradas Escrituras, descubrimos la verdad que nos liberta.
Al examinar nuestra vida, el primer paso en el camino hacia la libertad es descubrir lo que nos mantiene cautivos. A veces estamos atados a creencias falsas que nos hacen dudar de nuestra salvación o pensamos que la aceptación de Dios depende de nuestras buenas acciones. Estos engaños nos mantienen en incertidumbre en cuanto a nuestra posición con el Señor, siempre cuestionándonos si hemos hecho lo suficiente. La clave que abre esta cárcel espiritual es la verdad. Nuestra salvación no depende de nuestra acciones, nosotros no somos salvos por obras. Dios nos hizo nacer de nuevo por su misericordia, y su poder nos protege por medio de la fe, y nos garantiza que nuestra herencia en el cielo es segura (1 Pedro 1, 3-5).
Otra forma de esclavitud son los hábitos pecaminosos. Existe una creencia común en nuestro tiempo que dice: “Esta es mi vida y puedo hacer lo que quiera”. Sin embargo, la tolerancia a estas prácticas pecaminosas nos esclavizan. Efesios 4, 22-24 nos dice “ya no vivan ni se conduzcan como antes, cuando los malos deseos dirigían su manera de vivir. Ustedes deben cambiar completamente su manera de pensar, y ser honestos y santos de verdad, como corresponde a personas que Dios ha vuelto a crear, para ser como él”.
Prácticas como la inmoralidad sexual, la mentira, lo profano, la embriaguez u otros comportamientos pecaminosos, tienen su manera de atraparnos. Al principio, el pecado produce una alarma en la conciencia, pero si ignoramos la convicción del Espíritu Santo, pronto comenzaremos a racionalizar y a excusar nuestro comportamiento. En este punto hemos desechado la verdad y hemos creído las mentiras de Satanás. La libertad únicamente vendrá cuando aceptemos la convicción del Espíritu Santo, y confesemos estas conductas como pecado y nos apartemos de ellas arrepintiéndonos y volviéndonos al Señor en obediencia.
El cautiverio más difícil de reconocer es la esclavitud emocional, porque tales sentimientos a menudo están escondidos. Han estado con nosotros por tanto tiempo, que nos sentimos cómodos con ellos y los consideramos parte de quienes somos. Sin embargo, estas emociones pueden obstaculizar nuestra relación con Dios y con las personas que nos rodean. En lugar de tener la paz del Mesías gobernando nuestros corazones (Colosenses 3, 15), estamos controlados por emociones perjudiciales, tales como miedo, ansiedad, inseguridad, culpa falsa, celos, ira, amargura o resentimiento. Una vez que reconocemos estas actitudes y sentimientos, podemos contrarrestarlas con la verdad de las Sagradas Escrituras.
Segundo, para llegar a ser libres, debemos entender los efectos de nuestra esclavitud. Si no nos ocupamos de lo que nos controla, nuestro crecimiento espiritual se verá obstaculizado. Hebreos 12, 1 nos dice que “debemos dejar de lado el pecado que es un estorbo”. Si tratamos de vivir con todas estas cargas, seremos incapaces de llegar a ser las personas que Dios dispuso que fuéramos cuando nos creó. No lograremos hacer lo que Él ha planeado que hagamos. Y las consecuencias no solo nos afectarán a nosotros, sino también afectarán nuestro testimonio. Otras personas verán que nuestro comportamiento no corresponde con nuestra fe.
Tercero, debemos aprender la verdad acerca de nuestra salvación. Nuestra libertad se basa en nuestra relación con el Mesías. Ahora somos hijos de Dios y coherederos con Yeshúa, aceptados, perdonados y vivos espiritualmente (Romanos 8, 15-17). Además, tenemos su Espíritu viviendo en nosotros para guiarnos y capacitarnos de modo que podamos superar la esclavitud. A través de su poder divino y el sacrificio expiatorio de Yeshúa, Dios ha provisto todo lo que necesitamos para vivir en santidad y para hacernos partícipes de su naturaleza divina (2 Pedro 1, 3-4).
Para caminar en la libertad que el Señor desea para nosotros, debemos comenzar a creer lo que Él ha dicho acerca de nuestra salvación, nuestra posición en el Mesías y nuestras posesiones como hijos de Dios. A medida que llenemos nuestra mente de la Palabra de Dios, confiemos en el poder del Espíritu Santo y respondamos a las circunstancias de cada día según estas verdades, descubriremos que Yeshúa tiene razón, pues conoceremos la verdad y la verdad nos hará libres.
Hay muchas personas en el mundo que están perdidas y que viven en la esclavitud del pecado y el engaño. Agradecemos vuestras oraciones mientras buscamos proclamar el evangelio liberador de Yeshúa, que es el único que transforma vidas y da vida eterna.



miércoles, 18 de enero de 2017



"CUANDO TRATAMOS DE ELIMINAR A YESHUA DE NUESTRA VIDA"

Hace pocos meses me topé por casualidad en Facebook con el perfil de un viejo amigo mío. Habíamos sido sacerdotes de una iglesia en mi país. Ahora él es un ateo que trabaja como “capellán humanista secular”, y parece festejar su “desconversión” del cristianismo.

Las Sagradas Escrituras tienen una palabra para lo que ha sucedido en la vida de mi amigo: un naufragio, como fue la seria evaluación que hizo Pablo de dos líderes cristianos que “naufragaron en cuanto a la fe” (1 Timoteo 1, 19). Pero después de mi estupor inicial, entendí que no podía juzgarlo. Por el contrario, mirar sus relucientes y confiados mensajes “evangelizadores” ateístas, me hizo pensar en mi propia vida. Me pregunté por qué y cómo mi fe seguía todavía intacta y en buenas condiciones. Hablando con sinceridad, en los treinta y cinco años que tengo siguiendo a Cristo, hubo momentos en los que pensé dirigir mi pequeño bote hacia algunas rocas y alejarme. A diferencia de mi amigo, encuentro inaceptable el ateísmo, pero he coqueteado con mi propia versión de naufragio: una manera agradable, cómoda y menos exigente de enfocar la fe: “Dios, no te molestaré demasiado si tú no me molestas mucho a mí”.
Para esto, tengo razones poderosas e irresistibles: la duda intelectual, mi propio corazón rebelde que quiere hacer lo que le da la gana y la conducta de los cristianos que han dejado de ser creyentes, para nombrar solo algunas. Pero la razón más grande es que seguir a Yeshua es ridículamente difícil. Amar a la iglesia, caminar con los pobres, buscar integridad sexual, practicar disciplinas espirituales, ser generoso con mi dinero ganado con tanto esfuerzo —la mayoría de lo que tiene que ver con Cristo es difícil y dolorosamente contrario a lo que dice el sentido común, y contrario a mi sentir. Como bromeó una vez el ateo del siglo XX, Bertrand Russell, acerca de la orden de Yeshua de amar a nuestros enemigos, "No hay nada que decir en contra de eso, excepto que es muy difícil para la mayoría de nosotros practicarlo con sinceridad".
Sí, por eso, a veces, me dan ganas de tirar la toalla, apretar el botón de “eliminar” o, por lo menos, de deslizarme para poder hacer lo que me dé la gana. Hace unos ocho años estaba en el pasillo de las galletas de un supermercado en Nochebuena, pensando en si debía asistir a la iglesia o simplemente decidir no participar en la celebración. Después de dos décadas de tener que asistir a los servicios de la iglesia, esta vez no tenía que ir porque ya no era sacerdote, y me había mudado al otro lado del país. Nadie esperaba que yo estuviera allí. Podía tomar unas tortillas de maíz y salsa, y quedarme en casa. Pensándolo bien, podía perderme de vista los domingos para siempre, dormir hasta tarde, leer el periódico y comer un sabroso desayuno, como todos mis sofisticados amigos seculares. Tenía la salida, y se veía bastante bien.
Así que, a la luz de la “desconversión” de mi amigo y de mis aparentemente buenas excusas para naufragar en mi fe, me preguntaba por qué seguía siendo cristiano. ¿Qué me impide abandonar, o al menos diluir, partes importantes de mi fe? Puedo resumirlo en una sola palabra: Cristo. Simplemente, no puedo alejarme de Él. Es demasiado misericordioso, exigente, fascinante, sorprendente, y absolutamente imprescindible.
El escritor secular John Jeremiah Sullivan admite tímidamente que todavía no ha podido superar lo que él llama su “fase de Yeshua”. Durante la escuela secundaria, Sullivan abrió la puerta de su vida al Señor, y ahora no puede deshacerse de Él. “[Mi problema] no es que me sienta un imbécil por haberlo creído todo”, escribió Sullivan. “Es que amo a Yeshua el Mesías... ¿Por qué razón debería Él molestarme? ¿Por qué su sombra no es más simpática para mí?”.
Puedo identificarme con la frustración de Sullivan. Solo que Yeshua no me molesta. Él me atrae. Me busca y me encuentra. Y a pesar de todas mis dudas e intentos de escapar, no consigo hacerlo. Con los años he aprendido que cuando Yeshua aparece, Él viene solo como Señor, no viene como mi sirviente. En otras palabras, no simplemente lo busco a Él; busco todo lo que está asociado con Cristo —ya sean cosas o personas. Busco la vida en los términos de Él, no en los míos.
Comienza así. A veces, cuando me siento tentado a apartarme de Yeshua, vuelvo a una pequeña escena en los Evangelios: la de Yeshua caminando por la orilla del Mar de Galilea, diciendo a un puñado de pescadores: “Síganme”. Entonces me pregunto: ¿Creo que eso sucedió? Claro que sí; es una historia tranquila y poco espectacular acerca de unos pescadores del siglo primero que tendían sus redes después de un duro día de trabajo. No eran unos locos místicos o fanáticos. Eran como los mecánicos de un camión diesel limpiando todo después de reacondicionar su motor, o como las enfermeras quirúrgicas lavándose las manos después de una apendicetomía. Pero entonces tengo que preguntarme: ¿Qué clase de persona podría sacar a cuatro pescadores de su negocio familiar, cambiando para siempre el curso de sus vidas? ¿Cómo transformó Él a hombres sin educación formal, en líderes valerosos y brillantes de una nueva revolución espiritual multiétnica, que estuvieron dispuestos a morir por su Señor y Salvador? Y Yeshua hizo todo eso con una sola palabra: “Síganme”. ¿Cómo lo logró?
Al reflexionar en esa historia (o en centenares de otras narraciones del evangelio que tienen el mismo efecto), como lo hizo conmigo hace más de treinta y cinco años, Él comienza, una vez más, a llamar a la puerta de mi corazón. Pero cuando aparece, por ser Él como es, nunca viene solo.
Cuando yo era principiante en la fe, me daba gusto leer un folleto llamado Mi Corazón, el hogar de Cristo. Es una linda parábola sobre cómo Yeshua llama a la puerta de una casa, y después camina por las diversas “habitaciones” (la cocina, el estudio, el comedor, el clóset del pasillo, etc.) del hogar en el corazón del hombre. El libro me conmueve todavía, pero parece apoyar un error teológico: de que Yeshua viene solo a mi corazón. De que se trata solamente de Yeshua y yo pasando tiempo juntos.
La Biblia presenta una imagen muy diferente. Es más bien como la práctica de la hospitalidad africana. A un amigo mío, de Nigeria, le gusta recordarme que cuando alguien invita a un amigo africano a cenar, puede llegar con cinco o diez invitados más. Se le abre la puerta y, ¡sorpresa! uno ve el equivalente a un equipo completo de fútbol alineado detrás del invitado, sonriendo y esperando con confianza que todos sus acompañantes sean bienvenidos a la cena ... y quizás a disfrutar después de una semana de hospitalidad.
Esa es una mejor comparación para explicar cómo actúa el Señor. Claro, allí está Yeshua, mostrándose siempre como Él mismo, hablando y actuando tan perfectamente como Él es. Rebosa de amor y ternura, pero también se mantiene firme en todo lo que Él ha dicho sobre el pecado y el arrepentimiento, el cielo y el infierno, los apetitos y la ira, la codicia y el dinero, la muerte y la resurrección, las misiones mundiales y las buenas acciones, y su autoridad y su poder.
Pero también hay otra larga fila de otros invitados, sonriendo y esperando irrumpir en nuestros hogares para una agradable y larga estancia. ¿Quiénes son ellos? Bien, allí están Abraham, Moisés, Rahab, Rut, David, Isaías y el Antiguo Testamento en su totalidad, cuyas historias se encuentra desde Génesis y hasta la Ley, los Salmos y los Profetas. Yeshua amaba indiscutiblemente la historia desgarradora, llena de esperanzas, y a veces extraña del loco amor de Dios por el pueblo judío, el resto de la humanidad, e incluso toda la creación. Todo esto estaba siempre en los labios y en el corazón del Señor, y lo llevaba con Él a todas partes.
Y allí está también la iglesia: los apóstoles, todo el Nuevo Testamento, y toda esa andrajosa y a veces estrambótica multitud de santos y pecadores (pero sobre todo de santos pecadores). Pero no se trata solo de la gente y de los líderes espirituales de la iglesia en la cual usted es bautizado; son todos los ortodoxos seguidores de Cristo de todo el mundo “de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas”, esparcidos durante los 2.000 años de historia de la iglesia (Apocalipsis 7, 9). A veces, esos creyentes le sacarán de quicio, e incluso podrán romperle el corazón. Pero ellos siempre vienen con Cristo, y usted llega a amarles y a aprender de ellos.
Detrás del Señor están los pobres y los perdidos, las personas que usted conoce, que necesitan un Salvador: los poderosos y los marginados, los arrogantes y los quebrantados de corazón, los religiosos santurrones y los mundanos presumidos. Allí está esa indocumentada guatemalteca que trabaja doce horas al día en su restaurante favorito. Y allí está su dentista, ese amable pero espiritualmente endurecido agnóstico. No todo el mundo se presenta con Yeshua en su puerta, solo la gente que usted puede tocar con su breve vida.
Entonces, allí están Yeshua y su estilo de vida, Yeshua y sus amores, de pie junto a su puerta.
Pero, antes de que usted se sienta abrumado, recuerde que Yeshua está allí, también, en el centro de la escena, con su cabeza echada hacia atrás, y riendo. Por tanto, si usted se está preguntando cómo va a amar y disfrutar de ese harapiento grupo que ha venido con Yeshua, Él está allí para ayudarle a hacer lo que es totalmente contrario a la razón.
El señorío de Yeshua el Mesías es con un “sismo en la vida”. Piense en un camión grande que pasa sobre un puente pequeño. Todo el puente se estremece en presencia del camión. Es un sismo en el puente. O piense en un hombre enorme que pisa la delgada capa de hielo en que la que usted está parado, haciendo que el hielo se agriete y tiemble. Es un sismo en el hielo. Ahora piense en Yeshua entrando en su vida. Si Él simplemente es otra figura histórica de renombre, un mesías revolucionario más, o incluso el maestro preeminente del amor y de la tolerancia, entonces puede encajar perfectamente en una vida pequeña. Pero si Él es “el Señor”, entonces cada vez que Él entra en su casa o en la mía, habrá un sismo en la vida. Y con eso, todo es reordenado … cualquier punto de vista, cualquier convicción, cualquier idea, cualquier conducta, cualquier relación. Él puede cambiarlos, o puede no hacerlo, pero al comienzo de la relación usted tiene que decir: “para que [el Señor] en todo tenga la preeminencia” (Colosenses 1, 18).
En el fondo, este sismo en la vida no es triste o preocupante, porque Yeshua también se manifiesta con algo más: con promesas exuberantes, fantásticas, generosas. Promesas como que los mansos heredarán la tierra; que los que lloran serán consolados; que los hambrientos y sedientos serán saciados; y que los misericordiosos recibirán misericordia (Mateo 5, 3-11). O promesas como que cualquiera que haya dejado casas o familiares o amigos por Yeshua, recibirá cien veces más —y la vida eterna, para empezar (Mateo 19, 29). O como que el reino de los cielos es como encontrar un tesoro en un campo o una perla de gran precio (Mateo 13, 44-46). No es de extrañar que Pedro, ante el profundo costo del señorío de Yeshua, pudiera decir: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Y nosotros hemos creído y conocemos que tú eres el Mesías, el Hijo del Dios viviente” (Juan 6, 68-69).
Felizmente, dejé el supermercado esa Nochebuena, y me fui a la iglesia. No siempre me resultaba fácil, pero volvía todos los domingos, también. Y me alegro de haberlo hecho. En cuanto a Yeshua y su numeroso grupo, sí, aún siguen ahí, causando todavía unas benditas dificultades, pero creando también mucho gozo.

sábado, 14 de enero de 2017

Reflexionando a la Luz de la Palabra

El fin de año es una buena época para evaluar nuestra vida y hacernos algunas preguntas difíciles. En medio del caótico ritmo de la vida diaria, es fácil dejarnos hundir por las emergencias, los deberes, el trabajo, la casa, el colegio y la iglesia. Por eso es importante que nos preguntemos si estamos viviendo para el reino de Dios o si nos preocupamos más por nuestros propios asuntos.
La palabra reino es muy popular entre los cristianos, pero ¿en realidad sabemos lo que significa? En el Sermón del Monte, Yahshua dijo a sus seguidores que oraran: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra” (Mt 6.10). Y unos cuantos capítulos después, en Mateo 24, enumeró las señales que precederían su regreso a la Tierra para sentarse en el trono glorioso (vv. 1-1425.31). Pero en Lucas 17.20, 21 Yahshua les dijo a los fariseos que el reino no vendría con señales, sino que estaba en medio de ellos. Estos pasajes pueden parecer contradictorios hasta que profundizamos en la Palabra y hacemos preguntas que sirvan para aclarar nuestra comprensión del maravilloso reino de Dios.
Primero que todo, ¿qué es el reino de Dios? El término “reino” se refiere al gobierno de Dios, pero también describe el ámbito en el cual Él ejerce su autoridad. Cuando Juan el Bautista bautizaba en Israel, tenía solamente un mensaje: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mt 3.2). Y poco después, cuando Yahshua comenzó su ministerio, también predicó el mismo mensaje (Mt 4.17). La razón por la que el reino se había acercado era que el Rey estaba en medio de ellos. El Mesías había venido a establecer su reino, pero no era lo que los judíos esperaban. Ellos esperaban un reino físico con un Mesías victorioso que los librara de la dominación romana.
Los judíos no entendían que antes de que el glorioso reino del Mesías pudiera venir, la gente tenía que ser liberada primero del pecado. Yahshua vino a morir en la cruz para pagar por los pecados de la humanidad y vencer la muerte con su resurrección. Luego, después de ascender al cielo, estableció un reino espiritual en el corazón de su pueblo el día de Pentecostés cuando su Espíritu bajó para vivir dentro de ellos. El reino de Dios es una realidad presente porque Él reina en la vida de los creyentes, pero también tiene un futuro cumplimiento físico cuando Yahshua regrese para reinar como Rey sobre toda la Tierra (Ap 11.15).
La segunda pregunta que debemos hacernos es esta: ¿Cómo podemos entrar al reino de Dios? Yahshua respondió a esta pregunta en una conversación que tuvo con Nicodemo, diciéndole: “El que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios” (Jn 3.3). La única manera de poder entrar es por medio del baño de la regeneración (bautismo) y una completa transformación, lo cual sucede cuando reconocemos nuestra condición pecaminosa y colocamos nuestra fe en Yahshua, aceptándole como nuestro Salvador.
Este es el nuevo nacimiento por medio del cual somos hechos espiritualmente vivos, el Espíritu Santo viene a vivir dentro de nosotros y recibimos la vida eterna. Colosenses 1.13,14 dice que Dios “nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo, en quien tenemos redención por su sangre, el perdón de pecados”. Ahora somos nuevas criaturas en Cristo, preparados para un nuevo reino, y algún día reinaremos con Él cuando el Señor vuelva para reinar sobre la Tierra (Ap 5.9, 10).
En tercer lugar, una vez que nacemos de nuevo por medio de la fe en Cristo, ¿cuál es nuestra función en el reino de Dios? Muchos de nosotros asociamos ser cristianos con nuestra participación en una iglesia local, pero nos olvidamos de lo más importante. La iglesia que Yahshua está construyendo no está hecha de madera y ladrillos. Por el contrario, consta de los mismos cristianos, que son “las piedras vivas” que Dios usa para edificar su templo espiritual (1 P 2.5). Esta nueva iglesia está hecha de todos los cristianos verdaderos de cada generación y cada lugar del mundo. Juntos formamos el reino de Dios, dándonos una gran responsabilidad con ello.
Cuando Yahshua estaba a punto de subir al Padre, dio a sus discípulos los planos para construir el reino. “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28.19, 20). Esta es la misión de la iglesia. No hay plan B o C, y todos tenemos un papel en el cumplimiento de esta misión.
Nuestro deber es dar a conocer el mensaje del reino a aquellos que aún están atrapados bajo las garras de la oscuridad (Col 1.13) y dirigirlos a Yahshua, la puerta del reino de Dios (Jn 10.9). No tenemos el poder de salvar a nadie porque eso es la obra divina de Dios. Sólo Él puede resucitar a quien está espiritualmente muerto, pero Él nos confía la labor de explicar quién es Yahshua y lo que ha hecho para salvarnos. A medida que compartimos el evangelio y damos testimonio de la verdad por medio de nuestra conducta, Dios por su gracia abre sus corazones para que puedan entender y creer, y así formen parte de su glorioso reino celestial.
Comenzando con los primeros once discípulos, y luego a través de todas las subsiguientes generaciones, el mensaje del reino ha sido proclamado fielmente. Ahora formamos parte del reino de Cristo gracias a aquellos que, antes que nosotros, llevaron el mensaje alrededor del mundo hasta que éste llegó a nuestros oídos. Ahora es nuestro turno.
No hay nada que merezca más nuestra dedicación que el reino de Dios. Puede costarnos tiempo, energía y dinero, pero imagine nuestro gozo cuando estemos todos en el cielo y alguien nos diga que le ayudamos a hallar el camino al glorioso reino de Dios.
Fraternalmente en Cristo,
+Cristódulos I
P.D. Al meditar en el 2016 y ver lo que Dios ha hecho en beneficio de la proclamación del mensaje del reino por medio de nuestra iglesia, reconocemos con gozo que muchos de ustedes han tenido un papel crucial en ayudarnos a alcanzar nuestra misión. Nos sentimos muy agradecidos por sus oraciones y ansiamos que este sea otro año fructífero en el que podamos mostrar a otros el camino al reino de Dios y la vida eterna por medio de la fe en nuestro Señor.